Toma tu abrigo, tu bufanda y tu gorro, porque, igual que millones de turistas, vamos de paseo a Nueva York en Navidad. Las vitrinas de Bergdorf y Barneys, la gigantesca estrella en la calle 57 y la Quinta Avenida, Cartier envuelto en una cinta roja que cubre sus cinco pisos, los hoteles Península y el Plaza adornados exquisitamente.
Los papanoeles, los patinadores en Central Park, los pinos iluminados en Park Avenue, todo es parte de una escena conocida para cualquier persona en cualquier lugar del mundo, aunque jamás haya puesto un pie en Manhattan.
Movida, Frenética, caótica, desquiciante, sucia, ruidosa, congestionada y llena de gente. Pero así mismo imponente, tolerante, luminosa bella y con la virtud de probarlo y hacerlo todo, a cualquier hora del día y de la noche.
No hay una ciudad más excitante y glamorosa durante las fiestas de fin año. Desde Madison al SoHo, elegantes mujeres en pieles acarrean bolsas de Prada, Vuitton y Tiffany, regalos de última hora que serán instalados rápidamente bajo el árbol y junto a la chimenea para que todo esté listo la mañana del 25 de diciembre.
En F.A.O Schwartz, la juguetería más elegante del mundo, porteros perfectamente uniformados en rojo y negroabren la puertas a miles de niños que entran corriendo a admirar jirafas de peluche de tamaño natural o la última versión de Barbie.
Después de la visita, un chocolate caliente en “Serendipity”, el célebre salón de té que era el favorito de Andy Warhol, y luego bombones y caramelos en “Dylan’s Candy Bar”, la fabulosa dulcería de Dylan Lauren, hija de Ralph Lauren, en Lexington Avenue.
En Harlem, abuelas impecablemente vestidas en rosado o coral asisten a una misa que, más que misa, parece un concierto de gospel y blues.
En Battery Park, niños de kinder pasan la tarde armando hombres de nieve con narices de zanahoria, mientras a pocas cuadras de distancia, en Wall Street, algún afortunado corredor de la bolsa llama a su mujer en Connecticut para avisarle que sí, que esta Navidad su muy controvertido bono será suficiente para un nuevo Maserati.
Secretarias y oficinistas corren de Union Square al Time Warner Center buscando el perfecto regalo para su madre, su esposo o su hija. Bufandas y sweaters vuelan de las repisas de The Gap y J. Crew. ¿Un collar de fantasía?, ¿un pijama de franela?, ¿otro iPod?.
La lista parece eterna y el tiempo tan escaso, piensan los compradores, mientras en St. John the Divine, el templo gótico más grande del mundo, comienzan a sentirse los primeros acordes del Ave María y el ensayo del coro.
El Radio City Music Hall es un alboroto insoportable, con cientos de turistas ansiosos y desesperados por conseguir entradas para su famoso “Christmas Spectacular”, donde las “rockettes” aparecen levantando las piernas hasta el cielo y sosteniendo en la cabeza enormes tocados como cuernos de ciervo.
En el Lincoln Center, otra multitud. Pero ésta es mucho más civilizada, mucho más “uptown”; madres que arrastran en un brazo sus carteras de Hermès y en el otro a sus pequeñas hijas envueltas en adorables abriguitos de cashmere azul comprados el invierno pasado en alguna boutique de París.
“¡Apúrese, apúrese!”, dice la madre, “que el show ya va a comenzar”. Y la niña, observando maravillada la fuente repleta de luces, corre para no perderse un minuto del “Cascanueces” del American Ballet Theater.
En el “Monkey Bar”, el muy de moda restaurante de Graydon Carter, un ejército de meseros se viste en su uniforme de pantalones negros y camisa blanca.
Uno de ellos alega que su vida es un desastre, que cómo es posible que después de tres años en la ciudad todavía pase la Nochebuena sirviendo “steak and frites” a desconocidos. Otro mesero no puede dejar de sonreír pensando en que, quizás, ésta es su noche de suerte; la noche en que será
Una de las épocas del año más especiales para descubrir Nueva York son las fiestas navideñas. A pesar del frío, la Gran Manzana se viste con sus mejores galas para celebrar a lo largo de poco más de un mes la Navidad.
Luces que iluminan cada rincón, escaparates que incitan a las compras y una oferta cultural, lúdica y festiva inacabable atraen cada año a miles de personas, convirtiendo la ciudad en la capital de estas fiestas.
Cada año, la ceremonia de encendido de las luces del árbol de Navidad del Rockefeller Center da el pistoletazo de salida a las celebraciones navideñas en Nueva York. En esta ocasión, el gobernador del estado pulsará el botón la tarde del 30 de noviembre y, al momento, se iluminarán las 30.000 bombillas de bajo consumo que envuelven sus más de 25 metros de alto, junto con la magnífica estrella de cristal de Swarovski de 3 metros de diámetro y 250 kilos que lo corona.
Pero el del Rockefeller Center no es el único árbol de Navidad en Manhattan.
Entre las calles 40 y 42 y la 5ª y la 6ª Avenida, justo detrás de la Biblioteca, está Bryant Park, donde, además de un abeto iluminado, también se puede patinar sobre hielo (y gratis) y cada año se instala un mercadillo navideño.
Una vez más, en el área de Lincoln Square se instala otro abeto iluminado, aunque de menores dimensiones. Y para los que quieran huir de las aglomeraciones de patinadores sobre hielo, en Manhattan hay otras pistas.
Algunas, con el marco incomparable de Central Park, como el Wollman Rink o el Lasker Rink. Otros, en un ambiente más urbanita, como el del Riverbank State Park en Henry Hudson Parkway, entre las calles 138 y 145 Oeste o el Sky Rink en los muelles de Chelsea.
El 25 de diciembre, día de Navidad, la bulliciosa gran manzana se convierte en una ciudad desierta. Los establecimientos cierran sus puertas, las calles se vacían… es el momento de celebrar con la familia.
El viajero encontrará en este día una oportunidad maravillosa para recorrer las calles desiertas y poder fotografiar sin dificultades algunos de los principales lugares destacables de Nueva York.
Sin duda será una extraña experiencia, casi apocalíptica.
Comentarista de Turismo Mundial.
Dedicado a reseñar destinos e industria turística